En un gesto de desesperación, El Cid se tapó la cabeza con la muleta tras pinchar por segunda vez al quinto de la tarde. Se había roto la magia; se había esfumado la puerta grande, y la belleza del toreo en su estado puro había dejado paso a la más profunda decepción.
Pero El Cid, que había toreado como los ángeles, no fue capaz de culminar su gran obra. Y cambió la gloria por la amargura más íntima. He aquí la grandeza del toreo.
Cuando clarines y timbales anunciaron el cambio de tercio, El Cid tomó la muleta con la mano izquierda y se situó en el centro del anillo. Asentado y seguro, citó al toro de largo que acudió con presteza, y surgieron tres naturales bellísimos, un afarolado y un eterno pase de pecho, que hicieron rugir a la plaza entera.
Se separó el torero del toro, lo dejó reposar -siempre fijo el animal en la muleta- y volvieron a encontrarse en otra tanda con la zurda, la tela barriendo la arena, el toro zurcando el piso, largos los naturales, de una belleza sin par, y eterno el del pecho, de pitón a rabo, que conmocionó los corazones de unos tendidos embravecidos. El toreo verdadero se había hecho presente.
Dobla El Cid la muleta sobre su pecho, se deja ver, una trincherilla y un cambio de manos garboso antes de dibujar varios derechazos poderosos y hondos. Unos ayudados ponen la guinda a la faena excelsa, con destellos sublimes y geniales. Una obra maestra del torero más artista. Honor también para el toro, con fijeza y recorrido, nobilísimo, con casta y las fuerzas suficientes para que fuera posible la magia.
Cuando el torero se perfila para matar, la plaza aguanta la respiración. El momento de la gran verdad. ¡Eh!, llama El Cid a su oponente. ¡Oh…! exclama la plaza entera cuando el torero pincha. Y vuelve a errar de nuevo, y suena un aviso… ¡Dios mío, por qué lo has abandonado! Qué desolación se apodera de todos, que querían gozar con la apoteosis final. Al final, El Cid recogió una emocionada ovación desde el centro del anillo con la mirada perdida y el rostro desencajado. No era para menos.
Por desgracia, la corrida tuvo otros pasajes con toros aborregados e inválidos. El mismo artista del quinto no fue capaz de cogerle el sitio al manejable segundo. Bautista mostró empaque y buenas maneras, y le reventó los bajos a su primero. Y Talavante, ¡ay este torero! no es ni sombra de lo que fue, insufrible, sin sitio; un pegapases vulgar, sin mesura ni temple.(Antonio Lorca - 15 Mayo 2008)
Pero El Cid, que había toreado como los ángeles, no fue capaz de culminar su gran obra. Y cambió la gloria por la amargura más íntima. He aquí la grandeza del toreo.
Cuando clarines y timbales anunciaron el cambio de tercio, El Cid tomó la muleta con la mano izquierda y se situó en el centro del anillo. Asentado y seguro, citó al toro de largo que acudió con presteza, y surgieron tres naturales bellísimos, un afarolado y un eterno pase de pecho, que hicieron rugir a la plaza entera.
Se separó el torero del toro, lo dejó reposar -siempre fijo el animal en la muleta- y volvieron a encontrarse en otra tanda con la zurda, la tela barriendo la arena, el toro zurcando el piso, largos los naturales, de una belleza sin par, y eterno el del pecho, de pitón a rabo, que conmocionó los corazones de unos tendidos embravecidos. El toreo verdadero se había hecho presente.
Dobla El Cid la muleta sobre su pecho, se deja ver, una trincherilla y un cambio de manos garboso antes de dibujar varios derechazos poderosos y hondos. Unos ayudados ponen la guinda a la faena excelsa, con destellos sublimes y geniales. Una obra maestra del torero más artista. Honor también para el toro, con fijeza y recorrido, nobilísimo, con casta y las fuerzas suficientes para que fuera posible la magia.
Cuando el torero se perfila para matar, la plaza aguanta la respiración. El momento de la gran verdad. ¡Eh!, llama El Cid a su oponente. ¡Oh…! exclama la plaza entera cuando el torero pincha. Y vuelve a errar de nuevo, y suena un aviso… ¡Dios mío, por qué lo has abandonado! Qué desolación se apodera de todos, que querían gozar con la apoteosis final. Al final, El Cid recogió una emocionada ovación desde el centro del anillo con la mirada perdida y el rostro desencajado. No era para menos.
Por desgracia, la corrida tuvo otros pasajes con toros aborregados e inválidos. El mismo artista del quinto no fue capaz de cogerle el sitio al manejable segundo. Bautista mostró empaque y buenas maneras, y le reventó los bajos a su primero. Y Talavante, ¡ay este torero! no es ni sombra de lo que fue, insufrible, sin sitio; un pegapases vulgar, sin mesura ni temple.(Antonio Lorca - 15 Mayo 2008)
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